Por un momento, párate a pensar en lo difícil que debió ser para Ubisoft replantear el desarrollo de una saga con tantos capítulos a sus espaldas como Prince of Persia. Desde que Jordan Mechner capturase a su hermano corriendo y saltando para realizar las animaciones del juego original, las distintas encarnaciones del príncipe han montado en una especie de montaña rusa, subiendo y bajando de calidad de forma alternativa.
Así, Las Arenas del tiempo definió la tridimensionalidad del modelo a seguir, consolidando un engine gráfico que, literalmente, relucía a través de su excelente iluminación y sus ejemplares animaciones. Sin embargo, las dos siguientes entregas fueron perdiendo el encanto, quizá derramando aquellas arenas, grano a grano. Hacía falta un golpe de timón, un puñetazo en la mesa. O una vuelta a los orígenes.
El cuento de un falso príncipe, Elika y la burra Farah
El nuevo príncipe consigue reunir todo aquello. Para empezar, el que lleva el timón ni siquiera es de sangre noble… más bien es un héroe adolescente y chulesco, con un excelente doblaje que contribuye a darle tal personalidad -impagable por momentos como en el que nos cuenta la historia de su burra Farah y el oro que cargaba-.
El golpe en la mesa lo trae el impresionante aspecto gráfico; yo nunca he sido partidario del cel-shading, pero con los entornos recreados en el juego tengo que dar la razón al que inventara esta técnica. Vaya forma de reinventar un motor tan potente como el de Assassin’s Creed.
Y el regreso al pasado lo aportan dos sólidos pilares; por un lado su mecánica jugable, puesto que, aunque en apariencia estemos ante un juego de caminos abiertos, de caja de arena extraída directamente del desierto persa, en realidad la esencia está en el puro y duro brincar y deslizarse entre plataforma y plataforma. Por supuesto, podremos decidir nuestro camino en situaciones puntuales e ir desbloqueando lugares, accesibles mediante nuevas habilidades.
El cincuenta por ciento restante es mucho más abstracto, difícil de calibrar y explicar a través de un simple Review. Hace falta jugarlo para darse cuenta de que la magia de los clásicos, si me permiten la expresión, rezuma por todos los poros de la aventura. Quizás sólo sea el cuidar cada detalle, el buen hacer en cada peldaño de una escalera oscura al principio y luminosa al final, cuando logremos triunfar sobre Ahriman y su séquito de tinieblas.
Y es que el juego cuenta en su haber con varias decisiones de diseño que se antojan arriesgadas, pero que acaban por elevar el valor final de este nuevo Príncipe. La más polémica: el no poder morir; y es que, aunque hayan mandado al paro al que diseña la pantalla de Game Over, debo decir que el juego no resulta más sencillo porque Elika nos salve una y otra vez del abismo. Simplemente, acelera lo que sería el proceso habitual de cargar la última partida guardada. Más que eso, la relación entre los protagonistas es genial, digna de las mejores películas de animación.
Igual de arriesgado que tener una bella princesa a modo de Checkpoint, resulta el control del príncipe: esto no es el típico plataformas en el que nos vale con pulsar rápidamente los botones para saltar más y mejor. La clave reside en presionar el botón en el momento justo, ya sea para comenzar el salto, prolongarlo mediante el apoyo de algún elemento del escenario, o enlazar un nuevo salto en otra dirección. Pensad en un gigantesco Dragon’s Lair y tendréis un concepto cercano al peculiar manejo del juego, chocante al principio, pero una delicia cuando lo dominemos.
Sí, hay cosas que no me parecen bien. No demasiadas, pero las hay: los combates me han aburrido en alguna ocasión -en otras son imaginativos, cuando la espada no causa daño- y la duración del título no se ve alargada con ningún modo extra, igual habría molado poder manejar a Elika de forma cooperativa. Puntos oscuros que, a la postre, se ven absorbidos por la luz que desprende el soberbio diseño de este nuevo comienzo.