Nail’d me resulta gratificante. Un par de carreras. Pero gratificante. Probarlo cinco minutos basta para sentir la velocidad frenética y suicida que propone. Suicida y con vidas infinitas. Velocidad extrema, en resumen. Quizás sea lo único que tenga, pero estoy convencido que a muchos les bastará.
Porque la buena gente de Techland, los creadores del juego han decidido centrar sus esfuerzos en retorcer, una y otra vez, los endiablados circuitos por los que nuestro vehículo rodará, y en muchas ocasiones, sobrevolará. Rampas, curvas con una gradación desafiante para la gravedad y el buen sentido común, rutas alternativas y todo tipo de obstáculos, tanto naturales como antinaturales. Un buen trabajo de diseño.
Y por supuesto, la sensación de velocidad. Está claro que Motorstorm es la influencia más cercana para Nail’d, pero aquí hay mucha más mala leche y menos quebraderos de cabeza. También hay mala leche concentrada en el diseño del circuito. Vamos a perder la cuenta de los saltos de fe que nos veremos obligados a ejecutar, ríase usted de un tal Ezio Auditore. Y si no nos andamos con ojo, la ostia está asegurada. Posiblemente esté asegurada de todos modos, debido a la rapidez a la que se desarrollan los hechos, incluyendo el respawn: ni siquiera la mencionada ostia nos va a frenar, si acaso unas décimas de segundo, puesto que el juego no va a entretenerse en artificios inútiles, sino en devolvernos a la pista para seguir despeinándonos con el rozamiento del aire.
Sí, es verdad que Nail’d no se rompe la cabeza en reinventar sistemas de control o en crear un método innovador que recompense nuestra buena conducción, caminos que recorrieron no hace demasiado grandes títulos arcade como Pure o Split/Second. Básicamente, aquí podemos acumular Turbo con un par de piruetas, y no es que sean demasiado originales. No es el objetivo, una vez más.
Estamos ante un claro ejemplo de ir al grano. Pocos videojuegos en la actualidad tiran por este camino. Está muy de moda mezclar géneros, remodelar sistemas de control o plantear alternativas a lo que muchas veces ha funcionado. Nail’d pasa de la moda y me recuerda, en cierto modo, a los arcades de antaño: simplemente correr, tirar p’alante y llegar a la meta. Eso sí, es muy permisivo, quizás demasiado, y finalmente falla a la hora de premiar tu pericia al volante o castigar tu falta de reflejos a la hora de maniobrar en el aire.
Pero finalmente consigue alcanzar un propósito: que sea gratificante el mero hecho de echarte un par de carreritas con Slipknot retumbando en tus oídos y alcanzando el vértigo una vez tras otra. No llega a más. Quizás es lo que quería.